Siempre recuerdo con cariño mi infancia. Sobre todo, tengo varios flashes que llegan a mi mente de las clases en el colegio o haciendo tareas en el comedor de la casa. Hay uno sobre todos que me mueve escribir este artículo: fue cuando aprendí a comunicar mis ideas.
Recuerdo que en la clase de español siempre nos explicaban lo mismo, que una oración se dividía en SUJETO y PREDICADO. Que el sujeto era de quien se hablaba y el predicado, lo que se hablaba del sujeto. También que dentro del predicado el responsable de darle acción o movimiento al sentido de la frase se llamaba VERBO. Y que tanto en uno como en el otro existían acompañantes, que ahora entiendo que son los responsables de darle color, forma, y adornar: los complementos (adjetivos, artículos, verboídes, Etc.).
Lo anterior, acompasado al ritmo de signos de puntuación, es lo que nos ofrece la capacidad de comunicar todo lo que se nos ocurre en la cabeza. Tanto verbal como por escrito.
Ya de adulto, y de la mano de mi maestro de toda la vida, Reynaldo Infante (QEPD); entendí su justa importancia. El pensamiento sin comunicación, sin compartirlo queda en un egoísta sentido de grandeza personal y solitaria. El tener grandes ideas implica el comunicarlas correcta y eficazmente ¿Cómo saber si se logra esa comunicación? Simple, si tu interlocutor comprendió lo que le dijiste.
Los abogados adolecemos de creer que sabemos demasiado. Esa arrogancia es transfundida a nuestro ADN, disfrazada del menaje: “…que las ideas son el motor de mi manera de ganarme la vida”. Lamentablemente, a nivel universitario y de postgrado, nos enfocan en aprender teoría, procesos y resultados; pero no aprendemos a pensar y menos a comunicar eficientemente lo que hilvanamos en nuestra mente. Sólo en lógica jurídica se hace un esfuerzo digno, pero la formación del alumno depende muchísimo del profesor; y esto lo afirmó de manera tan radical, porque el estudiante no sabe lo que no conoce, nunca se le ha exigido que piense más allá de lo que ha llegado a hacer o tener, para él es un mundo nuevo y fuera de su zona de confort.
Y eso es fácil de ver: cuántas personas relacionadas comprenden que los abogados hablamos en “otra lengua”, que no nos hacemos entender. Que proyectamos una inteligencia aguda, pero que el promedio de gente no nos logra seguir. ¿Qué tanto de lo anterior es responsabilidad de que nos perciban como marrulleros, poco confiables o simplemente embusteros?
Y pienso que esta manera de comunicarnos es el mejor ejemplo de herencia del conocimiento. Aprendimos porque nuestros profesores así se comunicaban. Porque a su vez, a ellos le enseñaron así. Porque las sentencias de los tribunales son incomodas de leer para los no doctos y muchísimas veces hasta para los letrados. Y mientras más alto o especializado sea el tribunal, peor se vuelve algo que por derecho debería ser sencillo de comprender. Igual ocurre con las leyes, con los contratos, con los recursos. Etc.
Todo está estructurado para ser una “Fortaleza egoísta de conocimiento” sólo al alcance de los ilustrados abogados. Sin embargo, por esto pagamos precios, y altos. No sólo por la parcial falta confianza de nuestros clientes o de nuestros relacionados. Sino porque, y a pesar que eso es lo que buscamos, tenemos la peor manera de persuadir de todas las profesiones exceptuando la medicina (Qué son más técnicos aún que los abogados). Cuando escribimos una demanda, una querella, un ampliatorio de conclusiones o un recurso; buscamos convencer a un público (Juez, abogados, clientes, Etc.) de que el contenido los haga cambiar de posición o de sean proclives a nuestros intereses. Sin embargo, en el mejor de los escenarios lo que logramos es mostrar que sabemos mucho de algo. Es un buen fin, pero divorciado de nuestro objetivo principal.
Para abordar esto último y perfeccionar nuestra técnica, es necesario lograr un profundo cambio en la manera de pensar y analizar el contenido de un caso o de una necesidad. Es obligatorio que aprendamos a interpretar y a argumentar como abogados. Y luego, tener la flexible capacidad de adaptar ese conocimiento o ideas a la altura de quien será el receptor, no sólo para encontrarlo interesante, sino para impresionar y seducir a un cambio en su pensar.
Los abogados muchas veces creemos que debemos avasallar en todo momento, siendo esto totalmente equivocado. Sócrates y Platón sabían que el arte de persuadir era más efectivo para las relaciones humanas que las guerras y enfrentamientos. De ahí el desarrollo de la retórica como técnica de comunicación efectiva para las masas. Cuando era requerida por los tribunos o ante las audiencias con el fin de regular el comportamiento del pueblo, se lograba con formatos y maneras diferentes a cuando era necesaria para una interacción con un círculo íntimo de personas. Me es gracioso pensar que tanto Sócrates, Platón y los sofistas fueron los primeros “Abogados” formales de la historia.
A modo de cierre, la idea para lograr una comunicación efectiva y persuasiva se escribe en un mapa:
Pensamiento » Objetivo de idea » Argumentación » Comunicación verbal o escrita » Receptor
Los abogados debemos ser: elocuentes oradores, persuasivos vendedores e insinuantes ejecutores. Habilidades blandas que explotamos diariamente pero no de manera consciente y muchas veces poco eficiente; y que no necesariamente las aprendemos en la academia. A veces la desarrollamos por la necesidad, otras porque la perfeccionamos por medio de la práctica y muy pocas ocasiones porque la hayamos estudiado formalmente.
En los próximos artículos pretendo abordar el mapa anterior, a manera de aportar a la formación de estas habilidades en nosotros, los abogados. Que conste, no soy un experto en la materia, sin embargo sí he logrado pulir estas habilidades y estudiarlas, lo que me permite entender lo qué debo buscar y hacia donde quiero ir. Esta es mi invitación para ti. Geovanny Alexander Ramírez B.